Érase una vez una librería que nació de la idea loca de una cuentista cabezona. Era tal el empeño y tanta la ilusión que la pequeña librería apareció una soleada mañana de marzo. La librera, menuda y alegre, comenzó a limpiar, amueblar y a decorar.
Pintó la fachada de azul, ¡azul como el cielo, ¡cómo los sueños! Entonces buscó un nombre…oh ¡Qué bonito! ¡Merienda de Letras!.
Pero la librería estaba triste, porque estaba vacía. Sí, no tenía libros, no tenía vida, ni magia, ¡ni dueños! Así que nuestra librera cuentista decidió llenarla de cuentos. Cuentos de dragones, caballeros y hadas. Cuentos de vacas, cerditos y orugas glotonas. Cuentos de monstruos de colores, de tortugas, de conejitos… ¡Cuentos cargados de aventuras piratas, de viajes extraordinarios! Ocuparía todas las estanterías llenándolas de la maravillosa magia de los cuentos. ¡Ah! Pero aún faltaba algo, sí faltaban los niños, los auténticos “devoradores de letras”. Estos traerían la alegría, las risas, el asombro y la emoción.