
Érase una vez una librería que nació de la idea loca de una cuentista cabezona. Era tal el empeño y tanta la ilusión que la pequeña librería apareció una soleada mañana de marzo. La librera, menuda y alegre, comenzó a limpiar, amueblar y a decorar. Pintó la fachada de azul, ¡azul como el cielo, ¡cómo los sueños! Entonces buscó un nombre…oh ¡Qué bonito! ¡Merienda de Letras! Pero la librería estaba triste, porque estaba vacía. Sí, no tenía libros, no tenía vida, ni magia, ¡ni dueños! Así que nuestra librera cuentista decidió llenarla de cuentos. Cuentos de dragones, caballeros y hadas. Cuentos de vacas, cerditos y orugas glotonas. Cuentos de monstruos de colores, de tortugas, de conejitos… ¡Cuentos cargados de aventuras piratas, de viajes extraordinarios! Ocuparía todas las estanterías llenándolas de la maravillosa magia de los cuentos. ¡Ah! Pero aún faltaba algo, sí faltaban los niños, los auténticos “devoradores de letras”. Estos traerían la alegría, las risas, el asombro y la emoción.
Mientras tanto, por las noches todos los personajes de los cuentos saltaban de las estanterías y se colocaban en el escaparate, expectantes y ansiosos.
• Los señores ratones se frotarán las patitas -murmuró una vieja vaca de peluche.
• ¡Libros nuevos!¡Libros nuevos! ¡Qué delicia! ¡Con lo bien que huelen, jajaja, mejor sabrán! – pensaba un arata de alcantarilla que miraba desde la otra esquina de la plaza.
El señor Monstruo de colores tuvo una genial idea, decidió pintar el suelo de naranja, verde y amarillo así cuando los ratones asaltaran la librería, estos se quedarían pegados al suelo o dejarían sus huellas por todo el local y les darían caza.
• ¡Excelente idea! – Aplaudió el señor “Dragón cartón de huevos”, y yo desprenderé una de mis terribles llamaradas. ¡Ya veréis como corren!
• ¡Nada de eso! -intervino la señora Tortuga Clementina. ¡Cómo se le ocurre lanzar fuego donde hay tanto papel! ¡Qué barbaridad! Déjenos a nosotros.
A todo esto, la librera, alegra y despreocupada ordenaba aquí y allá los libros, los cuentos sin imaginar siquiera lo que se estaba “cociendo”…
Soledad Portero Piedehierro